Desde Cannes
El cine clásico no es solamente el cine del pasado sino aquel capaz de atravesar la barrera del tiempo y seguir vivo aún mucho después de la muerte de sus autores. El director francés Jean Eustache se suicidó en París en 1981, a los 42 años, dejando detrás de sí una docena de films, entre ficciones y documentales, considerados entre lo mejor del cine francés post nouvelle vague. Y, entre ellos, una obra maestra absoluta, La maman et la putain (1973), que funcionó a modo de gloriosa apertura de la sección Cannes Classics, plena de maravillas restauradas.
La singularidad del film de Eustache –ganador aquí en Cannes del Grand Prix du Jury y del Premio de la Crítica casi medio siglo atrás- es que sigue siendo un film esencialmente moderno, por la libertad con que fue concebido y que todavía hoy resulta evidente, manifiesta. No se siente jamás la presión de un guion de hierro, no hay ninguna alegoría o tesis social ni menos aún un manifiesto detrás de las relaciones de amor y desamor de Alexandre (Jean-Pierre Léaud), Marie (Bernadette Lafont) y Veronika (Françoise Lebrun). Y, sin embargo, en ese trío que está en las antípodas del consabido, burgués “ménage à trois” late el espíritu de toda una época y la refleja mejor que cualquier documental: el desencanto y la desorientación que siguió a los fuegos fatuos de mayo del 68, la liberación sexual de los ‘70 y el feminismo puesto en acto, “prêt-à-porter”, sin necesidad de proclamarlo.
Si los personajes son apenas tres, a cargo de dos intérpretes emblemáticos (Léaud y Lafont traían consigo la antorcha de la nouvelle vague) y una recién llegada que allí mismo hizo historia (Lebrun, que casualmente fue convocada por dos directores argentinos el año pasado, Gaspar Noé para Vortex y Santiago Mitre para Petite Fleur), los escenarios son básicamente dos: los cafés emblemáticos de Saint-Germain-des-Prés y el colchón en el piso que ocupa casi la totalidad del minúsculo “studio” donde Alexandre, Marie y Veronika hablan, aman, beben y escuchan de comienzo a fin –la película de Eustache está “esculpida en el tiempo”, como decía Tarkovski- canciones por Marlene Dietrich y Edith Piaf que hablan de los sentimientos cuando ellos se quedan sin palabras para expresarlos.
Si la apertura de Cannes Classics no pudo haber sido mejor, la de la Quincena de los Realizadores, legendaria sección independiente de la selección oficial, que nació incluso para desafiarla, no se quedó atrás. La película elegida fue L’envol (El vuelo), producción francesa dirigida por el napolitano Pietro Marcello, el director de Martin Eden, su inspirada versión de la novela de Jack London estrenada el año pasado en Argentina.
Suerte de fábula musical, adaptada libremente de un relato publicado por el escritor ruso Alexandre Grin en 1923, en pleno período revolucionario, L’Envol comienza en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, cuando un soldado regresa a su pueblo para reencontrarse con su oficio de carpintero y con su mujer, para descubrir que ella ha muerto y que le ha dejado una hija, hasta entonces al cuidado de una vecina. Entre los tres, conformarán, según pasan los años, una comunidad en sí misma, alejada del pueblo, que ve con envidia el talento manual de Raphaël (el inmenso, en todo sentido, Raphaël Thiéry, descubierto en Cannes 2016 en Rester vertical, de Alain Guiraudie), el don como cantante de Juliette (Juliette Jouan, ella misma compositora y cantante) y el carácter de hechicera Adeline (Noémie Lvovsky).
Juntos los tres, enfrentarán a un pequeño mundo hecho de prejuicios de todo orden -de clase, de género- con Juliette como mascarón de proa de una película esencialmente lírica, que intenta volar todo lo que puede, y no siempre lo consigue, pero que aún en sus caídas confirma que el cine de Pietro Marcello está hecho de buena, de noble madera, como la que Raphaël, un trabajador obsesivo, no puede dejar de dar forma con sus manos, un poco como el director moldea con las suyas a sus personajes, siempre dispuestos a dar lo mejor de sí mismos para los demás.
Otro cineasta excéntrico, fuera de norma, que presentó el Festival de Cannes en estos días es el polaco Jerzy Skolimowski, que a los 84 años trajo a la competencia oficial Eo, una audacia desde todo punto de vista, una relectura de Al azar Baltazar (1966), quizás la película más profunda y exigente de la obra de Robert Bresson. ¿Era necesario volver sobre un film irrepetible en la historia del cine? O peor aún, ¿era posible? Se diría que Skolimowski ni siquiera se planteó estas preguntas y se lanzó al vacío sin red, tomando todos los riesgos del caso, porque la de Bresson, según confesó aquí en Cannes “es la única película en mi vida que ha conmovido hasta las lágrimas”.
Punta de lanza del nuevo cine polaco de los años ’60, amigo personal de Roman Polanski (con quien actualmente está colaborando en su nuevo proyecto), premiado dos veces aquí en Cannes –por El grito (1978) y Moonlightning (1982), de su período en Gran Bretaña-, Skolimowski estuvo desaparecido para el cine durante 17 años en los que se dedicó a la pintura, entre 1991 y 2008, cuando volvió en su mejor nivel, primero con Las cuatro noches de Ana y luego con Essential Killing (2010). Y ahora vuelve una vez más con un film anómalo, que ve al mundo a través de los ojos de un asno. Y ese mundo es cínico, violento, despiadado, particularmente para una criatura que encarna el ideal de la pureza y la inocencia, por las que permanentemente es castigado y esclavizado. ¿Es una buena película Eo? No en un sentido estricto, porque es impulsiva, irregular, errática, caprichosa (como cuando mete por la ventana a Isabelle Huppert, en un cameo que desequilibra todo el conjunto). Pero Eo tiene momentos de una rara, extraña belleza y toma riesgos que casi nadie asume hoy, empezando por recordar y honrar a Bresson. Y eso, en el cine preformateado que está invadiendo los festivales, no es poca cosa.