El aire pesaba como un elefante sobre las cabezas de los habitantes de San Justo, en la provincia argentina de Santa Fe. A las 14.15 del 10 de enero de 1973, Liliana Sacco se acostó en su cama y abrió un libro para atravesar la siesta obligatoria sumergida en la lectura. Tenía 17 años. Detestaba dormir después del almuerzo, pero ese mediodía hacía tanto calor, flotaba tanta humedad y la presión era tan baja que el sueño le ganó en las primeras páginas.
En ese momento, a unas pocas cuadras, Ana María Maidana (23) se asomó al pasillo que conectaba su casa con la calle con la idea de trabar la puerta, alertada por su padre, que desde el patio ordenó de un grito: “¡Cierren todo que viene una tormenta grande!”.
A la misma hora Esther Grosso limpiaba su casa cuando por la ventana vio nubes de todos los colores, basura que volaba y escuchó un ruido extraño, terrorífico. Entonces se asomó a otra ventana y observó que los árboles del vecino salían disparados como lanzas. Corrió y abrazó a su hija menor, una beba de nueve meses. Después todo se apagó.
Las tres mujeres sobrevivieron al infierno que se desató a su alrededor: el tornado más devastador que se haya registrado en Argentina y en Sudamérica. El fenómeno meteorológico más trágico en la historia del país. En apenas dos minutos la nube rotante atravesó una parte de San Justo y mató al menos a 80 personas, a cientos de animales, dejó más de 600 heridos, desintegró unas 500 casas y marcó para siempre el espíritu y la personalidad de varias generaciones.
Pasaron 50 años. Las heridas están abiertas. Esther alcanzó a aferrarse a su chiquita María Alejandra y su suegra agarró a Mónica, su otra hija de tres años. No había mucho por hacer, ningún lugar al que escapar. A Grosso y su hijita el viento las zamarreó por toda la casa en segundos, la mujer cayó de rodillas, es todo lo que recuerda, hasta que volvió en sí con el llanto de la beba. Y después la voz de su marido, Carlos, que la llamaba.
Se estima que murieron al menos 80 personas el día del tornado y las semanas siguientes: el fenómeno destrozó más de 500 casas (El Litoral)
Estaban sepultados bajo tres metros de escombros. Esther y Carlos gritaron el nombre de Mónica pero la beba nunca respondió. Murió con el chupete en su boca, presumiblemente por asfixia, porque los forenses no encontraron ni un hueso fracturado. Esther tenía 24 años. Su marido, 27. Él y su madre también sobrevivieron. De la casa no quedó nada. Perdieron todo. Su auto, que estaba estacionado en la puerta, desapareció. Nunca nadie en estos 50 años encontró ni el motor.
Cuando aquella tarde Liliana se estaba por dormir escuchó un ruido enloquecedor, como de mil trenes descarriados a máxima velocidad, vio temblar todo y se refugió al lado de un ropero. “Pareció como que una mano invisible arrancó la puerta del mueble, que salió volando”, recuerda.
Unos minutos más tarde la lluvia sobre su cara la despertó: estaba atrapada debajo de ladrillos y trozos de mampostería. Una viga le aplastaba el pecho, le dolía y le costaba respirar. No podía gritar para pedir ayuda pero escuchaba a personas caminarle por encima. No se le veía la cara porque otra viga se la cubría.
Afortunadamente, había frenado su caída a milímetros de su cráneo. Una de sus hermanas, apenas fue salvada, avisó a dos vecinos que Liliana tenía que estar por ahí. Que busquen, que unos segundos antes del vendaval se habían chocado mientras corrían por la casa desesperadas. La encontraron un rato más tarde envuelta en lodo. Su cuerpo estaba todo lastimado.
Simultáneamente, por curiosidad y porque jamás imaginaba lo que estaba por desatarse encima suyo, Ana María abrió la puerta que había que trabar. Para chusmear. Tenía 23 años. La acompañaba su novio, Roberto Torres. Al mirar por el pasillo vio cientos o quizás miles de “papelitos” que volaban por el cielo encapotado de San Justo. No eran papelitos. Eran techos de casas, chapas, heladeras, vacas, acoplados de camiones, tanques de agua, árboles e incluso personas llevadas a su antojo por el viento circular del tornado.
La noticia recorrió el mundo: fue el mayor tornado de la historia de Sudamérica
Pero de eso Ana María se enteró después. En ese momento, ella cerró la puerta, intentó resistir a la primera ráfaga enloquecida, de unos 400 kilómetros por hora, un azote de la misma magnitud, según los especialistas, que una bomba atómica. Eso explica que Maidana solo recuerda un chispazo hacia la oscuridad y lo siguiente: el agua fría de la lluvia posterior al tornado la hizo volver en sí. Despertó, miró a su alrededor y su barrio ya no estaba. Todo era ruinas. Y olor a azufre.
De repente se dio cuenta que estaba semidesnuda. Había perdido el short en la tormenta. Lo mismo, unas manzanas más allá, le había pasado a Esther. Roberto, el novio de Ana María, estaba tirado en el suelo. Algo, presumiblemente una chapa o un hierro, le había rebanado la pierna como a un fiambre, de la cintura hacia el pie, un pedazo de esa extremidad ya no estaba. Ana María no olvidará jamás cómo colgaba el tendón, ya sin músculo, sin piel, sin nada.
Y después todo pasó como en una ráfaga de locura. Aparecieron vecinos. Les dieron ropa, frazadas porque llovía y había refrescado, y los llevaron al hospital. A él lo internaron, a ella le aplicaron una inyección que la volvió un poco en sí. Entonces recordó a su familia.
En casa habían quedado su hermano, su cuñada, su sobrinita de 3 años, su mamá y su papá. Al llegar a la montaña de escombros que minutos antes había sido su casa, un policía le avisó que su papá, también policía pero jubilado, estaba muerto. Al papá de Liliana le pasó prácticamente lo mismo: lo encontraron desnudo, sentado en una tapia. Todo su cuerpo estaba morado por los golpes, era irreconocible. Lo llevaron al hospital y murió a las pocas horas.
Liliana Sacco en 1974: con su mamá Rosa (izquierda), ambas sobrevivientes, y junto a su perro Cachi (derecha), que también fue rescatado de los escombros
El tornado arrasó con unas 35 manzanas. Entró de norte a sur en un borde de la ciudad, sobre la ruta nacional 11 y en 120 segundos desintegró un barrio entero de San Justo. Hay quienes creen que lo atrajo el calor que irradiaba la cinta asfáltica y que por eso luego entró por el Boulevard Roque Sáenz Peña.
Personas que caminaban por la ruta fueron levantadas por el tornado y halladas muertas 600 metros después en la copa de árboles, dentro de un monte de eucaliptos. Fue tan devastador que fue catalogado en la Escala Fujita-Pearson, en su máxima categoría, F5.
Tetsuya Fujita, uno de los creadores de esta forma de medir -basada en la destrucción que ocasiona sobre las construcciones hechas por el humano y en la vegetación- estudió especialmente este episodio sobre suelo santafesino. Los F5 son considerados “extremadamente destructivos, que destruyen todo en su camino, conocido coloquialmente como el ‘dedo de Dios’”. Los vientos soplan a entre 420 y 510 kilómetros por hora.
Liliana, en 2023: hace 43 años está casada con Norberto y tiene dos hijas y dos nietos, un varón y una nena
Ese día uno de los temas de conversación en San Justo era el aumento de la luz. Segba había anunciado un incremento del 9 por ciento en las tarifas. Las tapas de los diarios anticipaban rumores de conversaciones de paz en Vietnam y un naufragio en el río Paraná dejaba 24 tripulantes desaparecidos a la altura de Encarnación. En San Justo hacía un calor dantesco. Una calma extraña anticipaba el desastre.
“Era sofocante”, dice Sacco. “Habíamos almorzado pero a la gente le costaba hacer las cosas por el clima. Mi mamá tenía por costumbre mandar a la familia dormir la siesta. Me llevé un libro a la habitación y me entredormí. Estaba vestida, un shortcito de jean y una blusa. Yo terminé cubierta de lodo y esa cosa pegajosa. Pero hubo gente que el mismo tornado la despojó de su ropa”, cuenta Liliana. Una de ellas fue Esther: “A mí, a mi suegra y a mi marido nos encontraron sin ropa. El viento la arrancó”.
A medida que la tormenta pasó, los sobrevivientes empezaron a salir a la calle, en plena conmoción. Muchos aparecían desnudos. “Todo lo que digan acerca del tornado fue real y no es sensacionalista. Es poco. Volaban vacas, camiones, personas, fue como una bomba atómica. Levantó de todo”, cuenta Sacco.
Un auto apareció incrustado en el primer piso de un hotel. En la misma cuadra del Boulevard donde vivían los Sacco, Eugenio Luis Lenarduzzi arreglaba un camión con un acoplado cargado en su taller. “El viento lo levantó sin dejar rastro. Una parte se encontró a mil metros”, contó en el libro Palabras que el viento no se llevó, editado hace diez años por la Municipalidad local como una forma de salvar la memoria colectiva. Allí muchos sobrevivientes escribieron su recuerdo.
El tornado fue declarado F5, lo más alto en la escala Fujita-Pearson (El Litoral)
“Todo ralla con lo ficticio o lo inverosímil pero es real. Las historias son tremendas. La gente que se asustó y salió corriendo volaba, muchos murieron violentamente arrojadas de la altura o los golpeaban las chapas, hubo decapitados”, agregó Sacco en una conversación con Infobae.
El hospital de San Justo también fue afectado por el tornado. Atendió sin energía eléctrica. El caos era total. Mucha gente fue derivada a Santa Fe capital (a 100 kilómetros) y a lugares de atención en los pueblos cercanos. A otro día se movilizaron voluntarios y fuerzas de seguridad. Unas 1.000 familias habían perdido absolutamente todo. Meses después Ramón “Palito” Ortega juntó mucho dinero y aportó parte del suyo y construyó un barrio entero que desde que se terminó de construir lleva su nombre en honor y agradecimiento.
“Fue como una guerra”, compara Maidana a este medio. Recuerda el “olor a azufre, el viento, que me desvistió”. A su novio lo llevaron a Santa Fe, durante seis horas los médicos intentaron salvarle la pierna. Y lo consiguieron. Estuvo 25 días internado, después fue a la casa de un tío otros 15 días, luego le hicieron un injerto y permaneció boca abajo 20 días. Se recuperó con los años.
Al papá de Ana María lo mató una pared, que se le cayó encima. A su hermano el ventanal explotó y una parte le aplastó la pelvis, estuvo tres meses internado. Su hija se salvó debajo de una puerta con la mamá y la cuñada de Maidana. Al papá lo velaron junto a su mejor amigo, que venía por la ruta 11 en el auto y el tornado lo levantó y lo hizo volar cientos de metros.
Al otro día Ana María fue a su casa. Era una montaña de escombros. Cuando los sacaron, ella descubrió que su cama estaba intacta. En el baño había un árbol inmenso con su raíz.
Ana María Maidana apenas unas semanas antes del tornado junto a su mascota, que desapareció con la tragedia
Costó mucho que el pueblo pudiera hablar de lo que pasó aquella tarde de 1973. Décadas. Liliana estuvo 40 años sin hablar del tema. “Todos perdimos a alguien en San Justo”, dice Ana María.
Y los del barrio que rodea el bulevar perdieron todo. Las familias tuvieron que empezar de cero. La mamá de Liliana estuvo muchos meses internada, pero además de perder su casa, perdió su almacén. Al hermano de Ana María, que trabajaba en INTA San Justo, su jefe le compró un terreno de los lotes que se iban sorteando para reconstruir y se lo fue cobrando con descuentos en su sueldo.
Pero Ana María, docente de grado, y su mamá tuvieron que irse a Santa Fe donde tenian familia. “Y vivimos de la pensión de mi padre y después compramos una casita en Santa Fe”. Pero ella nunca se halló en la capital y a pesar del miedo que nunca se le fue, regresó a su pueblo natal. Durante un año no consiguió trabajo. “Volví para superar el miedo pero hasta ahora no superé nada. Son 50 años que yo vivo con el miedo mirando las tormentas. Veo nubes y no sé”, dice.
“Todos perdimos a alguien”, repite Esther. “En la otra esquina de mi casa un camionero murió en su casa aplastado por su propio camión. Lo encontraron abrazado a sus dos hijos”, cuenta.
Su hija sobreviviente, María Alejandra, cumplió 50 años hace poco. Apenas conserva una cicatriz en la espalda. “No tuvo secuelas. Lo único que no toca los perros y tiene como un temblor. Cuando pasó el tornado lloró todo el tiempo porque cuando llegó ella estaba dormidita”, cuenta.
Pocos años después del tornado los médicos le sugirieron que tuviera otro hijo, para superar el duelo de Mónica y para compensar la sobreprotección que le daba a María Alejandra: “Le dimos todos los gustos, a pesar de que habíamos quedado sin nada”. Esther y Carlos le hicieron caso al doctor y llegó un nuevo hijo varón. A Carlos le cuesta hablar de lo que pasó hace 50 años. “El hombre es más cerrado que la mujer”, dice Esther. “Yo puedo llorar pero hay que seguir porque la vida no es fea, es linda”.
Ana María en 2023: con su nieta Helena
“Tendríamos que estar todos muertos”, reflexiona en voz alta Liliana Sacco. Y agrega: “Nunca me voy a terminar de explicar cómo sobreviví. Mi hermana, Marta, se sostenía la carne con la mano. Tiene más de 50 puntos. Mi mamá estuvo internada más de un mes. Le pegó el motor de la bomba de agua en la cabeza, los cirujanos le sacaban hojas de parra de adentro de su cabeza cuando la operaron, temían por su salud mental”, enumera.
Las tres mujeres y los miles de sobrevivientes cargan todavía con el peso de estar vivos. Por qué ellos y otros no. La pregunta es un eco infinito. Y conviven con el terror cada vez que sopla el viento o que amenaza una tormenta. Es una pesadilla que no termina jamás. Las secuelas son cicatrices que no se ven. Que se llevan en silencio.
“Los que durante muchos años elegimos el silencio hicimos victimas indirectas a nuestros hijos pensando que callando los preservábamos de un dolor mayor. Estábamos equivocados. Hablar es sanador”, confiesa Sacco y explica que la tragedia le hizo revisar toda su perspectiva, a pesar de las marcas que quedarán para siempre en su cuerpo y en su mente.
– Yo agradezco cada mañana. Mirá, tengo un ritual. Abro los brazos en el patio y agradezco a Dios a la vida, al canto de los pájaros, rezo todos los días. Mi primer contacto con el día es de gratitud. Y todo me parece hermoso. Cuando tocás fondo de esa manera, cuando estás en el abismo, cuando salís, ¿cómo no te va a parecer lindo un día de sol? Unos chicos que hicieron un corto documental me preguntaron qué significa el tornado en mi vida. Yo les respondí que es el trampolín desde el cual salto todos los días a la vida.