La mañana del sábado 17 de junio de 1972, un periodista de The Washington Post de 29 años, que había ingresado al diario nueve meses antes, fue despertado de urgencia por el llamado de un editor. Bob Woodward debía ocuparse del arresto de cinco hombres detenidos a las dos y media de la madrugada en el edificio Watergate de Washington, donde funcionaba el Comité Nacional del Partido Demócata. Empezó a hacer llamadas; todas sus fuentes se mostraron curiosas por su llamado, ya que habían hablado con otro periodista del Post, de 28 años, y que trabajaba allí desde 1966: Carl Bernstein.
“¡Oh, Dios mío, Bernstein, no!, fue el primer pensamiento de Woodward, cuando recordó ciertos rumores que circulaban sobre la capacidad de Bernstein para abrirse camino cuando se trataba de un buen reportaje y hacerse con la gloria de la imaginación”, se lee en las primeras páginas de un libro escrito por ambos, que utiliza narrador onmisciente y los presenta como personajes en tercera persona. Nunca habían trabajado juntos y, según se lee en ese mismo libro aparecido en 1974, compartían resquemores. Woodward veía a Bernstein como un exponente de la contracultura, asimilaba que de vez en cuando escribiera rock, pero le resultaba insólito que firmara notas sobre música clásica. Bernstein desconfiaba del meteórico ascenso de Woodward en el diario, que atribuía a sus contactos con el establishment (había pasado por Yale y revistó en la Armada).
Ambos dejaron de lado sus impresiones sobre el otro y encararon juntos la investigación sobre el arresto. Dos años, un mes y 22 días más tarde, la punta del ovillo que empezaron a desenrollar derivó en la renuncia del presidente Richard Nixon, un hecho sin antecedentes en la historia casi bicentenaria del país. Su cobertura del caso Watergate les valió el Premio Pulitzer y el libro que escribieron, Todos los hombres del presidente, se convirtió en un clásico y, después, en la, probablemente, mejor película sobre periodismo de la historia del cine.
Extraños en la noche
Woodward fue ese sábado al Tribunal ante el cual declararon los cinco detenidos, que al momento del arresto llevaban equipos de audios y aparatos de escucha para captar conversaciones. No parecía que hubieran querido entrar a robar. El guardia de seguridad Frank Wills, un joven afroamericano de 24 años, hacía su recorrida en el edificio Watergate cuando notó que había cinta adhesiva sobre el pestillo de una puerta. Alguien la había puesto para evitar que se cerrara. Ante la sospecha de que había intrusos llamó a la policía, en el primer acto del drama que le costaría la presidencia a Nixon. Cuatro años más tarde, en la escena inicial de Todos los hombres de presidente, Wills se interpretó a sí mismo en el momento de descubrir la irrupción.
A Woodward le llamó la atención que los cinco detenidos tuvieran un abogado particular para el caso, apenas unas horas después de la detención, cuando lo más usual hubiera sido un defensor oficial. El abogado Douglas Caddy le dijo que los había conocido en una reunión social de militares y admitió un llamado de la esposa de Barker después del arresto. Cuando se supo la identidad de los cinco hombres comenzaron las dudas. Y la fascinación del periodista ante la idea de estar ante algo grande, porque delante del juez, uno de los detenidos, James McCord declaró que trabajaba como consejero de seguridad y que estaba recién retirado de una dependencia gubernamental.
-¿De cuál?- preguntó el juez.
-De la CIA-, respondió.
Los otros detenidos también tenían vinculaciones con la central de inteligencia. Eran Bernard Barker, Frank Sturgis, Virgilio González y Eugenio Martínez. Los dos últimos eran cubanos anticastristas.
McCord era el nombre clave del quinteto, y el primero de la saga de los hombres del presidentes (el título del libro parafrasea al de la novela de Robert Penn Warren Todos los hombres del rey, sobre el ascenso de un político idealista, que llega a gobernador y establece un sistema de corrupción). Había trabajado como jefe de seguridad en el comité para la reelección de Nixon. John Mitchell, exfiscal general (es decir, ministro de Justicia), que había dejado su cargo para presidir ese comité, dijo que McCord era el dueño de una agencia de seguridad contratada por los republicanos para instalar alarmas y que ese era todo el vínculo.
Algo huele mal en la Casa Blanca
La pesquisa periodística llegó a las altas esferas en cuestión de horas. Woodward constató que, entre los elementos decomisados a los arrestados, además del material para escuchas estaban sus agendas. Un nombre era sugestivo y aparecía repetido en las agendas de dos de ellos. Se trataba de Howard Hunt, y al lado de su nombre estaba escrito “Casa Blanca”.
El periodista confirmó que había alguien con ese nombre en la sede del Poder Ejecutivo y llamó. Antes de dar con él obtuvo un dato sugestivo: Hunt trabajaba a las órdenes de Charles Colson, consejero especial de Nixon. Cuando Hunt se puso al teléfono y Woodward le preguntó que hacía su nombre en las agendas de unos detenidos por la Justicia, apenas atinó a decir que como era un asunto bajo investigación no haría comentarios. Y cortó.
Acto seguido, Woodward llamó a un experiodista del Post, Kenneth Clawson, que trabajaba en la parte de comunicaciones de la Casa Blanca, y le preguntó sobre las funciones de Hunt. Al rato, Clawson le devolvió la llamada y le respondió algo sobre lo que no había sido consultado: que Colson no tenía nada que ver con lo que había pasado en la sede demócrata. Mientras, se confirmaba el paso de Hunt por la CIA. El vocero presidencial, Ron Ziegler, definió el asalto como un hecho policial menor que no merecía comentarios, y el Partido Demócrata anunciaba una demanda de un millón de dólares contra el comité para la reelección de Nixon.
El Post seguía el caso con insistencia, lo cual enervaba a la administración republicana. Un año antes, Ben Bradlee, el responsable periodístico del diario, había avalado la difusión de los Papeles del Pentágono, los documentos que filtró un exanalista de inteligencia, Daniel Ellsberg.
El 22 de junio, Nixon habló por primera vez del caso y deslindó todo vínculo.
Sin embargo, aparecían elementos llamativos, como que McCord tenía encima, al momento del arresto, una solicitud para una credencial de prensa en la Convención del Partido Demócrata en Miami, donde se elegiría al senador George McGovern como candidato para las elecciones de noviembre. La Convención comenzó el 10 de julio.
La indiscreta señora Mitchell
A comienzos de ese mes, Mitchell, que estaba en California recaudando fondos, renunció como presidente del comité para la reelección presidencial. Un redactor de política del Post le comentó a Wodward que “un hombre como Mitchell no renuncia a todo ese poder para complacer a su esposa”. Según se supo más tarde, en los días posteriores al asalto reclutó a un exoficial del FBI para que vigilara a su esposa y evitara que hablara con periodistas. Martha Mitchell tenía fama hablar con la prensa y dejar declaraciones picantes, como cuando en 1969 dijo que a su esposo que una marcha en Washington contra la guerra de Vietnam le había parecido algo propio de la Revolución Rusa. Los periodistas de la capital solían tenerla como fuente.
El mismo 22 de junio que Nixon se refirió a Watergate, la señora Mitchell telefoneó a una periodista amiga, Helen Thomas, y le contó su intención de alejarse de su esposo mientras estuviera en el comité. La llamada se cortó de manera abrupta. Thomas llamó de vuelta y le dijeron que Martha Mitchell estaba indispuesta. Días más tarde apareció con moretones en los brazos. Admitiría que su esposo había ordenado que no saliera de la habitación de hotel y que la sedaron contra su voluntad. Según ella, quien ordenó llamar al médico que la drogó fue Herbert Kalmbach, el abogado de Nixon.
La ruta del dinero
Mientras la campaña presidencial avanzaba sin que la palabra Watergate significara algo por fuera de la crónica policial, Bernstein constató que Colson y H. R. Haldeman, jefe Gabinete de la Casa Blanca y hombre de máxima confianza de Nixon, se habían interesado en los meses previos por tener información que bloqueara una posible candidatura presidencial de Edward Kennedy. El senador, hermano menor de John y Robert Kennedy, tenía una mala imagen desde el confuso accidente de 1969 en el que murió su secretaria Mary Jo Kopechne. Los hombres del Presidente estaban muy interesados en forjar una leyenda negra alrededor de un potencial rival de Nixon. El encargado de buscar información era Hunt.
El vocero de la Casa Blanca justificó el interés de Hunt en su afición a la escritura de novelas de espionaje. Lo cierto es que el agente de la CIA dejó de ir a la Casa Blanca y se expresó a través de un abogado, al que se decía que le había pagado 25 mil dólares en efectivo. Por primera vez, los periodistas del diario comprendieron que el origen de ese destino era una pista de relevancia.
Qué decir cuando comprobaron que el fiscal de distrito de Miami había requisado el listado de llamadas de Bernard Barker, uno de los cinco detenidos y que vivía en Miami, ya que sospechaba que alguna ley del Estado de Florida podría haber sido violentada. Por ese lado, Bernstein comprobó que Barker había recibido sucesivos depósitos por más de 100 mil dólares en las semanas previas. Un cheque por 25 mil dólares firmado porun tal Kenneth Dahlberg, que tenía un cargo directivo en un banco de Florida, resultó llamativo. La sorpresa vino cuando se supo que éste había trabajado para la campaña de Nixon en 1968.
Woodward ubicó por teléfono a Dahlberg y obtuvo un dato central: había colaborado para la reelección de Nixon en el área de recaudación de fondos y entregado el dinero a sus superiores. Esto conducía a Maurice Stans, exsecretario de Comercio. Bernstein llegó a una colaboradora de Stans que le dijo que le debía lealtad a su jefe pero que no confiaba en Mitchell. La ruta del dinero llevaba a una contabilidad paralela para gastos fuera de control con los que se financiaba una red ilegal de espionaje. Esa trama quedaba descubierta con los arrestos del 17 de junio.
A fines de julio entró en escena otro personaje al confirmarse que Mitchell, antes de dejar el comité para la reelección, había despedido a un asesor jurídico por negarse a responder ante el FBI por la irrupción en el edificio Watergate. Se llamaba Gordon Liddy, y hasta fines de 1971 había tenido oficina en la Casa Blanca a las órdenes de otro funcionario de la mesa chica de Nixon, un asesor llamado John Ehlirchmann. Liddy había sido uno de los que recibió dinero de los fondos sin auditar y que consignaban un presupuesto de 350 mil dólares para cenas.
Todas las fuente la fuente
Hunt, Liddy y los cinco arrestados de Watergate fueron encausados por un Gran Jurado en septiembre. Se los conoció como “los plomeros”. El gobierno de Nixon apostaba a que el caso se terminara en ese punto. La investigación del Post parecía encallar ahí, sin posibilidad de avanzar hacia arriba en la cadena de responsabilidades. Woodward apeló entonces a una fuente que tenía acceso a información calificada como única posibilidad de mostrar que los cinco asaltantes, Liddy y Hunt no eran la cima de una conspiración. Así fue como apareció la fuente reservada más famosa en la historia del periodismo, con un apodo que se convirtió en una manera de definir a todo informante que brinda datos pero sin revelar su identidad: Garganta Profunda.
Por los siguientes 33 años se tejieron infinidad de teorías sobre la identidad de esta fuente (nombrada con el título de una película porno muy exitosa de la época a instancias de Howard Simons, mano derecha del editor Ben Bradlee), clave para el desmoronamiento de Nixon. Se llegó a barajar el nombre de Henry Kissinger, pero en 2005, con 92 años, Mark Felt, número dos del FBI durante la crisis de Watergate, reveló que era Garganta Profunda- Bernstein y Woodward, que se habían juramentado no revelar su nombre salvo pedido contrario, confirmaron la declaración de Felt.
Si Felt fue la gran fuente, el segundo informante más valioso fue Hugh Sloan. Tesorero del comité para la reelección, renunció a su cargo cuando supo de las actividades de “los plomeros”. Felt confirmó a Woodward que Sloan estaba limpio. Los periodistas entraron en confianza con él y comenzó a dar información sin ser citado. Su nombre recién apareció en Todos los hombres del presidente.
Una conspiración al más alto nivel
La pesquisa periodística llegó a una conclusión: el dinero de la campaña era usado para sabotear a opositores y abarcaba una red de escuchas ilegales. La gran pregunta era cuánto sabía Nixon de esto y si avalaba esa práctica. El tema no concitaba atención en la opinión pública y en noviembre el Presidente fue reelecto por uno de los márgenes más grandes de la historia electoral de los Estados Unidos.
La investigación que derivó en un Pulitzer y en el libro sobre el caso tuvo un tropiezo cuando Sloan declaró ante el Gran Jurado. Bernstein y Woodward dieron por sentado que había nombrado a Haldeman como responsable del manejo de los fondos secretos. Lo era, pero Sloan no dijo el nombre porque no se lo habían preguntado en la audiencia. Garganta Profunda ayudó a cotejar la información con los registros del FBI. John O’Connor, quien reveló la identidad de la fuente en Vanity Fair tras entrevistar a Felt, consideraba que ese cotejo era la prueba de que la fuente tenía acceso a material muy sensible dentro del FBI y apuntó hacia el exfuncionario.
Con el correr de las semanas se sumaron más nombres entre los funcionarios de Nixon implicados en la red de espionaje, como Donald Segretti, Dwight Chapin y John Dean. “Los hombres del presidente” enfrentarían penas de prisión por su rol en el escándalo o por mentir ante un Gran Jurado. En el centro de la conspiración quedaron Ehrlichmann y Haldeman, las dos espadas de Nixon. Estos pasarían un año y medio en la cárcel.
El caso quedó en manos del juez John Sirica y el Senado formó una comisión de investigación, paso previo para el juicio político a Nixon. Esa posibilidad se volvió tangible cuando la comisión comprobó que la red de escuchas se extendía dentro de la propia Casa Blanca.
“Masacre del sábado por la noche”
Para entonces, mediados de 1973, el fiscal general, Elliot Richardson, había nombrado un investigador especial para el caso. Archibald Cox era un jurista respetado y su tozudez llevó el escándalo al rango de crisis constitucional. En julio reclamó a Nixon que entregara las cintas de las grabaciones de la Casa Blanca, y éste se negó, bajo el argumento de que tenía trato preferencial como jefe de Estado. Fue más allá y forzó a Cox a que retirara ese pedido.
Tres meses más tarde llegó el punto de quiebre, el que destrozó la confianza pública en Nixon. El episodio se conoció como “Masacre del sábado por la noche”. El 20 de octubre de 1973, un Nixon hastiado porque Cox no había retirado el escrito en el que pedía la entrega de las cintas, ordenó a Richardson que lo echara. El fiscal general se negó y renunció. Entonces Nixon recurrió al segundo de Richardson, William Ruckelshaus. También se negó y, al igual que su jefe, dimitió. La cartera de Justicia quedó descabezada en cuestión de horas. El procurador general Robert Bork fue quien despachó a Cox. Se nombró otro investigador y en noviembre, en una conferencia de prensa, Nixon dijo la frase más famosa de la crisis: “I’m not a crook” (“No soy un delincuente”).
Poco antes, el 10 de octubre, el vicepresidente Spiro Agnew renunció por otro escándalo de corrupción: el cobro de sobornos mientras era gobernador de Maryland. Su salida obligó a la primera aplicación de la 25ª enmienda de la Constitución, por la cual el Presidente proponía un reemplazo en caso de renuncia o muerte. Muchos vieron la salida de Agnew como una estrategia de Nixon para apaciguar las críticas por Watergate, pero su desdén hacia Cox no ayudaba. El jefe de los republicanos en la Cámara de Representantes, a su vez exintegrante de la Comisión Warren que había investigado el asesinato de John Kennedy, fue el nombre propuesto. Así fue como Gerald Ford comenzó su escalada hasta ser el primer presidente que no llegó a la Casa Blanca por el voto popular.
Las cintas
En marzo de 1974, siete altos funcionarios, entre ellos Haldeman, Ehrlirchmann y Mitchell, fueron procesados por conspiracion. Nombres de segunda línea como Dean y Chapin ya enfrentaban una causa por perjurio. El cerco se estrechaba alrededor de Nixon, a quien se reclamaba la entrega de las cintas, mientras el público iba al cine a ver La conversación de Francis Ford Coppola (el guion sobre un experto en grabar conversaciones ajenas era anterior al escándalo, pero era imposible no hacer la asociación). El 29 de abril habló por cadena y anunció que entregaría las transcripciones. Sostuvo que los audios debían preservarse del escrutinio judicial por una cuestión de seguridad nacional. El 24 de julio, la Corte Suprema ordenó la entrega de las cintas, cosa que el Presidente hizo seis días más tarde.
La consecuencia fue devastadora. Salieron a la luz audios sobre el encubrimiento de lo ocurrido en el Watergate, y así se pudo comprobar que, tras el arresto, los cinco asaltantes habían recibido dinero a cambio de su silencio. Lo más sugestivo estaba en un audio con fecha 20 de junio de 1972, es decir, tres días después de la irrupción. La cinta ofrecía un bache de 18 minutos. La secretaria de Nixon dijo que se había equivocado al accionar la grabadora. Sin querer, según ella, había borrado parte de la conversación registrada entre Nixon y sus colaboradores. Tres décadas más tarde, un peritaje certificó que el corte no era continuo, sino que los 18 minutos borrados correspondían a entre cinco y nueve fragmentos de la cinta.
El 5 de agosto de 1974 se precipitó el desenlace. La Casa Blanca entregó una grabación del 23 de junio de 1972 que demostraba la puesta en marcha del plan de encubrimiento por lo sucedido en el Watergate. Las voces de Nixon y Haldeman se referían al uso del FBI para tapar una investigación que podía demostrar la existencia de actividades ilegales en materia de espionaje y sabotaje a opositores. Que apareciera la voz de Nixon era la comprobación final de que la conspiración empezaba en el mismísimo Salón Oval.
La caída
La noche del 7 de agosto, los líderes del Partido Republicano en el Congreso avisaron a Nixon que tenía todas las de perder en la votación por el juicio político que se avizoraba. En la encrucijada entre ser el primer presidente destituido o el primero que resignaba el cargo, Nixon optó por lo segundo. El 8 de agosto anunció su renuncia. Se fue en helicóptero de la Casa Blanca, con Ford como nuevo presidente. Así evitaba el impeachment. Pero la causa judicial seguía su curso. Se frenó en septiembre, con el indulto de Ford.
La defenestración de Nixon oscureció el acuerdo de paz en Vietnam, el acercamiento a China y las negociaciones tras la guerra de Yom Kippur; y también dejó en un segundo plano el rol de Washington en la caída de Salvador Allende en Chile y en haber expandido la guerra del sudeste asiático a Laos y Camboya, así como el abandono del patrón oro, lo que permitió emitir dólares sin respaldo para cubrir el déficit.
Nixon reapareció en 1977, el año en que debía terminar su presidencia, para una serie de cuatro entrevistas con el periodista inglés David Frost. Al abordar el hecho que le costó la presidencia, dejó una frase memorable al matizar comportamientos poco éticos: “Cuando el presidente lo hace, significa que no es ilegal”. El sufijo “gate” (Irangate, Yomagete, FIFAgate) ya era la gran herencia del Watergate para bautizar otros casos resonantes y el periodismo había alcanzado un rol de fiscalización capaz de llevar a la caída del presidente de la primera potencia mundial.