Novak Djokovic: el niño que aún oye las bombas y cerró el círculo como campeón olímpico


Novak Djokovic 
despliega toda su felicidad mientras suelta el llanto, sin ningún tipo de tapujo, antes de fundirse en un abrazo con su hija Tara, ubicada en una de las tribunas bajas del estadio Philippe Chatrier, el renovado y a la vez mítico recinto principal de Roland Garros.

Para el mejor tenista de todos los tiempos –¿acaso subsiste la discusión?– no es un día ordinario. Acaba de derrotar 7-6 (3) y 7-6 (2) a Carlos Alcaraz, la incipiente leyenda de 21 años, nada menos que en la final olímpica para colgarse la medalla de oro en París 2024. Sí, el único logro que se le negaba, el que le había arrancado las lágrimas más desoladoras durante años de fallidos intentos. La conquista está cristalizada: Djokovic, que acumula todas las proezas del tenis, que ganó 24 trofeos de Grand Slam y terminó por coronarse como el mejor en la era de los mejores, todavía no lo puede creer.

“Se me resistía; conseguí el bronce en mis primeros Juegos y no pude ganar la de oro en los tres siguientes. Estar aquí con 37 años frente a uno de los mejores rivales del mundo, que acaba de ganar Roland Garros, que tiene un tenis de enorme calidad, lo convierte en el mayor éxito de mi carrera”, reflexionó el serbio tras ganar, por lejos, el mejor partido de tenis del año, que se extendió durante casi tres horas en el polvo de ladrillo parisino. Lo hizo dos meses después de una cirugía por el desgarro en el menisco medial de la rodilla derecha que había sufrido en el mismo escenario.

La imagen conmueve. Djokovic no juega por dinero. Ya lo tiene todo. Tampoco lo hace por trofeos: ganó todo cuanto existe en el ecosistema del tenis. Mucho menos por reconocimiento: ¿quién habrá podido refutar, a lo largo de los tiempos, que no hubo ni aparecerá alguien mejor que él? Djokovic, sin embargo, llora. Las emociones lo invaden. Ya lo tenía todo, pero deseaba como nadie la medalla de oro. No por dinero ni por el título per sé. Por su significado, por lo que representa. Por la historia.

Acaba de llegar a una certeza: en un puñado de minutos se colgará ese trozo dorado del más hermoso brillante que esta vez, además, contiene una pequeña parte de su conformación proveniente de la estructura de la Torre Eiffel, el emblema más representativo de París, la ciudad que volvió a albergar los Juegos Olímpicos después de un siglo.

Antes de tomar la medalla con sus manos, sin embargo, tomará una determinación que lo define desde su primera gran aparición en las gestas del deporte de las raquetas: flameará la bandera de Serbia, su país, con un orgullo que se le escapará del rostro. No es para menos. Djokovic no es un tenista. Tampoco es sólo el mejor tenista masculino de todas las épocas. Es mucho más: es un embajador. Acaso el más relevante que tendrán Los Balcanes conforme transcurran los tiempos.

El sonido de la guerra


“A veces me viene a la cabeza cuando hay fuegos artificiales: todavía escucho ese sonido que me recuerda a las bombas y las granadas. No es muy agradable; persiste un poco de trauma”, rememoraba Djokovic, a principios de este año, en una reveladora declaración en la que decidió resginificar el pasado que lo define.

No es una broma: el serbio soñó con ser el tenista más grande de la historia en medio de las bombas. Sufrió de chico el peor de los males. La Guerra de los Balcanes lo tocó de cerca durante sus inicios en Kopaonik, una de las principales cadenas montañosas de Serbia, que contiene una pequeña zona al norte de Kosovo.

En aquel lugar sus padres Srdjan y Dijana le inculcaron la pasión por el esquí cuando era muy chico, lo que explica la flexibilidad que exhibe Djokovic en los tobillos, las rodillas y las articulaciones. En ese sitio, a más de 1.700 metros sobre el nivel del mar, también empuñó una raqueta por primera vez, a los 7 años, para no soltarla jamás. La gran velocidad de la pelota en la altura generó que fuera un jugador mucho más rápido. Ese lugar en el que Nole empezó a forjar su leyenda fue bombardeado en 1999 durante los ataques de la OTAN a Yugoslavia.

Vengo de Serbia, un país devastado por la guerra, y enfrenté mucha adversidad.Hemos pasado por dos guerras durante cuatro años. Ningún atleta serbio podía viajar al extranjero para competir afuera. Fueron tiempos muy desafiantes. Te endurece y pudo haber torcido todo hacia otro rumbo. Me encontré con algunas personas que creyeron en mí: creo que jugar al tenis y lograr grandes cosas forman parte del destino”, recordaba Djokovic.

La historia

“Querida Serbia, lo hemos conseguido”, escribió en sus redes sociales oficiales el propio Djokovic, con una imagen que lo exhibe enfundado en la indumentaria de su país y con la medalla dorada que cuelga de su cuello, reluciente.

Después de concretar la quimera de su vida, la que hizo que ahora su carrera esté “cumplida”, según sus propias palabras, señaló: “Competir por su país es lo más grande que puede hacer un deportista; llevar la bandera serbia motiva más que ninguna otra cosa”.

Djokovic ganó el Golden Slam: los cuatro Majors y el oro olímpico en singles. Sólo lo acompañan en esa mesa Steffi Graf, Andre Agassi, Rafael Nadal, Serena Williams.  Con el estadounidense comparte un privilegio que no tiene ni Rafa: son los únicos dos tenistas masculinos que ganaron los cuatro Grand Slams, la medalla de oro olímpica en singles, la Copa Davis y el Campeonato de Maestros.

Agassi entiende como pocos lo que representa la medalla para Djokovic. Como su amigo y ex entrenador le respondió en la publicación: “El Golden Slam… lo que lográs en nuestro deporte hace tiempo que dejó de sorprenderme, pero siempre me asombra. ¡Felicidades, amigo mío!”.