Desde Ramalá
En el bus desde Jerusalén a Ramalá –capital de Palestina– una veinteañera muy maquillada cuenta que con sus amigos judíos, no habla de política “en absoluto”. Pero opina firme si un extraño le hace preguntas: “soy palestina y tengo status de residente israelí, porque vivo justo antes del check-point que da paso a Cisjordania, de este lado del muro. Podría votar pero no lo hago porque no vivimos en un sistema democrático; o es una democracia solo para judíos. Los militares entran todo el tiempo a mi barrio y se llevan gente”.
–¿Tenés amigos o familiares presos?
–¡Todo palestino los tiene! Y se los llevan cuanto ellos quieran, meses, cinco años, diez años. Aunque no hayan hecho nada, esa es la situación aquí.
Nombrar a un palestino en la prensa podría llevarla a la cárcel, o hacerle perder el derecho a cruzar hacia Jerusalén a trabajar, siempre en el sector servicios. La chica cuenta que su abuelo vivía en el Jerusalén medieval amurallado, pero los echaron cuando Israel tomó también la parte oriental de la ciudad en 1967. Hoy vive otra familia allí y una vez ella entró a ver la casa de sus orígenes. Sobre el conflicto opina que “el mundo cree que este es un problema religioso, pero nadie entiende que es político. Porque los israelíes también matan cristianos en Palestina y les confiscan sus tierras, igual que a nosotros. Acusan todo el tiempo a la gente de ´antisemita´ pero ellos mismos lo son; los palestinos somos semitas así que no podemos ser antisemitas. Y no odiamos a los judíos, los queremos. El problema no son los judíos, sino los sionistas”.
A lo largo de la carretera –media hora hasta la capital palestina– aparece el muro de concreto de 800 kilómetros demarcando dos territorios. Además Israel construye colonias –ilegales según el derecho internacional– del lado palestino del muro.
Contra todo pronóstico, el bus entra a Palestina –atraviesa el muro– sin parar en aduana alguna y nadie pide pasaportes. Un cartel rojo sin firma advierte en tres idiomas: “Este camino conduce al Área A bajo la Autoridad Palestina. La entrada para israelíes está prohibida, es peligrosa para su vida y va contra la ley de Israel”. No es una amenaza palestina, sino una advertencia israelí. Tampoco Israel controla quien sale de su frontera: no consideran que nadie salga al entrar a Palestina. Pero un israelí tendrá problemas legales al regresar a Jerusalén desde Palestina: Israel sí controla quien entra en su tierra (aunque no le sella el pasaporte a nadie). Y Palestina no controla quien entra a su territorio porque el peligro le llega en vehículos militares extranjeros, cuya entrada no pueden impedir por una abismal asimetría de fuerzas. Es como si camiones militares chilenos entraran todos los días a Argentina a detener gente y sin exhibir orden legal.
La palabra del militante
El Dr. Mohamed Odeh nació en Nicaragua hace 68 años –sus padres se exiliaron de Jerusalén en 1948–, estudió medicina en Cuba y fue guerrillero de Al-Fatah, la fuerza líder de la OLP creada por Yasser Arafat. Se enfrentó a Israel en Líbano durante la guerra de 1982 donde lo hirieron varias veces. Hoy pertenece al ala más dialoguista de la Autoridad Palestina y recibe a Página/12 en su oficina de asuntos sindicales. Habla con suma calma en un castellano casi perfecto.
–El mayor problema en Cisjordania es que nos secuestran todos los días, sin ser de Hamas, sin estar armados, sin arrojar cohetes, sin ejercer resistencia violenta (esta fue una decisión política de Al-Fatah en 2016). Desde el año pasado hasta hoy Israel ha matado a 711 palestinos en Cisjordania y tiene muchos más secuestrados que Israel, la mayoría de Al-Fatah, gente sin militancia y otros de Hamas. La política de Israel es secuestrar palestinos y tenerlos indefinidamente presos, sin causas judiciales. Los torturan y maltratan para doblarlos. Si de cien, uno solo acepta ser espía a cambio de libertad y dinero, el trabajo habrá tenido éxito.
El Dr. Odeh tiene en su escritorio una banderita palestina y otra amarilla de Al-Fatah, más un busto de Yasser Arafat. Es un cuadro político experimentado que dialoga desde hace décadas con centenares de israelíes buscando acuerdos y reconocimiento del Estado Palestino, algo cada vez más lejano. “Nos fueron quitando toda la ropa a lo largo de 76 años hasta dejarnos desnudos; al menos que nos dejen la hoja de higuera”, dice con sonrisa irónica y sin odio. Y agrega: “Hoy Cisjordania es una cárcel controlada por Israel que adentro tiene más cárceles. Como la ciudad de Kalkilia, totalmente encerrada por una muralla circular y que está en el lado palestino de la muralla mayor. Como una ciudad medieval, tiene una salida por una puerta que controla Israel; un solo soldado le puede poner llave y no sale nadie. Y para movernos de una ciudad palestina a otra, está lleno de check-points que Israel cierra cuando quiere, por horas, solamente para hacernos la vida imposible. Luego los abren y nos dejan pasar sin siquiera controlarnos”.
El campo de refugiados Al-Amari
En el borde de la ciudad, al pie del muro, el campo de refugiados Al-Amari es un rejunte de edificios de unos 4 pisos surcados por un laberinto de callecitas muy angostas –casi todas peatonales, no cabe un auto— donde se hacinan 9000 personas en 92.000 m². Ya hay aquí tres generaciones de aquellos expulsados a sangre y fuego por las fuerzas “independentistas” sionistas desde aldeas y ciudades como Lod, Jaffa y Haifa durante la emigración de palestinos conocida como Nakba (“catástrofe” en árabe).
Taufik Abdel Rahman –ingeniero graduado en Cuba en los años 80, casado con una cubana– recibe a Página/12 en el portal del campo que en sus orígenes fue de tiendas: regresarían a casa pronto. Los Rahman fueron siempre una familia grande. Se exiliaron desde la aldea Lod durante la Nakba, en la zona del actual aeropuerto Ben Gurión en Tel Aviv: “nuestro pueblo fue destruido por completo pero se siguen sembrando uvas ahí; fue una de las 534 aldeas arrasadas por los sionistas, que ya no existen. Y en el año 2000 durante la segunda Intifada, mataron a mi hermano Himad”.
Como dirigente de su campo de refugiados –no se consideran un barrio aunque lo parece a simple vista– Taufik cuenta que aquí vivió una mujer judía por 50 años, una marroquí que se casó con un palestino: “nosotros no tenemos un problema religioso con Israel, sino político”. Dice que el mayor padecimiento del campo son los operativos contantes que hace Israel deteniendo gente y a veces matando.
–¿Cuándo entraron por última vez?
–Anoche. Se llevaron a varios.
–¿Y la última vez que mataron?
–El 4 de marzo en el portal de entrada donde te citamos. Tenía 16 años y se llamaba Mustafa Abu Shalbak. Pasó una patrulla y tú sabes cómo son los chicos, quizá les arrojaron una piedra… y le tiraron a matar, ellos nunca tiran a las piernas: le dieron un tiro en el cuello y otro en el pecho. Esa misma semana, en pueblos cercanos, mataron a un chico de 16 años y otro de 13.
–¿Ustedes no tienen cámaras en las calles para filmarlos?
–Ellos las rompen con tiros. Pero además les sirven. Supongamos que alguien tiró una piedra, ellos bajan la cámara y se fijan quién fue y lo van a buscar. Así que mucho no se filma; a veces ellos mismos filman las barbaridades que hacen y las publican orgullosos.
El campo de refugiados recibe ayuda de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Medio (UNRWA) declarada “terrorista” por el parlamento israelí esta semana. Según Taufik, la expulsión de la UNRWA es parte de una política para dispersar a los palestinos exiliados, para que se muden a los barrios y que Al-Amari deje de ser un campo de refugiados, para ser en sí mismo un barrio más: “si nos dispersamos y dejamos de ser refugiados, se desvanece la causa palestina. Nosotros queremos volver a donde nos expulsaron. Cada uno guarda la llave de su casa perdida como un tesoro”.
En un centro de salud
La Sociedad Palestina para el Cuidado ofrece tratamientos médicos a la población de Al-Amari y tiene en su 3er. piso un albergue que hoy ocupan 40 gazatíes, quienes trabajaban en Tel-Aviv cuando comenzó la guerra: los metieron en un bus esposados y los arrojaron a Ramalá. Al ver que hay prensa en la sala, uno de ellos se acerca a mostrar en su celular las fotos de lo que queda de su casa bombardeada hace un mes: “en ese edificio vivían 80 personas incluyendo mi esposa, hijos y nietos. Nos avisaron por teléfono que iban a bombardear y nos dieron 3 minutos. En el minuto 4 cayó la bomba y perdimos absolutamente todo. Israel hace eso por dos razones: si sospechan que podría haber alguien de Hamas –en ese caso no avisan– o si necesitan abrir espacio para pasar con los tanques. Ellos le avisan a una sola persona y ni siquiera controlan si todos han salido. En 4 minutos se cumple la advertencia. Mi barrio completo fue aplanado”.
Un hombre canoso de ojos muy claros se acerca a mostrar su tragedia en el celular: es la foto del cadáver de su hijo –la misma cara del padre 20 años más joven– muerto el 13 de octubre por un bombardeo en su casa.
Desde su creación en 1948 Al-Amari ha sufrido la muerte de 40 personas a manos del ejército israelí. En este momento tiene unos 60 detenidos en las cárceles de Israel.
Al subir a la terraza del centro de salud se ve la superpoblación de edificios como un panal de abejas y el asfixiante muro israelí con sus torres mortales desde donde les disparan, en el borde mismo del barrio. Y diez cuadras más al fondo, se levanta el asentamiento de colonos judíos Pisgot –siempre ocupan los altos y plantan bandera muy visible— donde gente de ultraderecha hace su vida del lado palestino del muro, detrás de un alambrado electrificado, sin cruzarse con palestinos: “nosotros no podemos ni acercarnos y tienen un camino exclusivo para ellos. Esta es una política demográfica, saben que tenemos muchos hijos y quieren evitar ser minoría en el futuro”.
El luthier de la paz
En el barrio antiguo de Ramalá –un laberinto pétreo con aires bíblicos– Shehada Shalalda tiene un taller de violines, chelos y violas: es el único luthier de esta clase de instrumentos en Cisjordania ocupada. A sus 17 años fue a aprender su oficio a Florencia y no podía creer que no hubiese check-points ni soldados con ametralladoras por la calle: “yo pensaba que el mundo entero era como en mi país”. Hoy provee instrumentos a The Barenboim-Said Music Center creado por Daniel Barenboim y Edward Said, a unas cuadras de aquí.
Shehada cuenta a Página/12 que, habiendo crecido en zona de guerra, pensaba que no llegaría a la adultez: “hacer violines fue mi manera de mantenerme vivo y traer paz a través de la música”.
–¿Tenés gente cercana asesinada?
–¡Por supuesto! Un montón. Mi primo, mi tío y muchos amigos, todos muertos muy jóvenes. Mataron a mi mejor amigo cuando él tenía 12 años y yo 11. Fue en 2001 y estábamos juntos sin tirar piedras, solo jugando. Nos asomamos en la esquina a mirar a los soldados israelíes y un francotirador le dio un tiro en la frente a mi amigo, justo a mi lado. No fue un error, estoy muy seguro de eso. Ellos le disparaban a cualquiera que caminara; están llenos de odio.
Shehada es amigo de Daniel Barenboim y su hijo Michael, quien esta semana hizo declaraciones sobre la guerra. El luthier conecta su teléfono a los parlantes y le pide a este cronista escuchar en silencio las palabras del violinista que sigue el camino de su padre en todo sentido: “Cada mañana leo cuántos centenares de palestinos fueron asesinados hoy… cuántos niños amputados sin anestesia… Existe esa idea de que si critico a Israel… –la Corte Internacional de Justicia los acusó de genocidio, no solo yo– entonces yo estaría haciendo algo malo, o sería antisemita… yo soy judío y no quiero ser representado por Israel”.