Novak Djokovic abraza la Copa de los Mosqueteros. La abraza de una manera especial porque, si bien ya la había abrazado antes en dos ocasiones, esta vez ese trofeo lo llevará a lo más alto del cielo.
Lo sabe: la historia, a partir de aquel instante, será toda suya. El pasaje a la eternidad habrá llegado minutos después de haber desbordado al noruego Casper Ruud en todos los aspectos posibles: le ganó en términos físicos, tenísticos, técnicos, estratégicos y, sobre todo, emocionales. La cabeza lo es todo y Djokovic acaso lo haya asimilado mejor que nadie.
El triunfo 7-6 (1), 6-3 y 7-5 en la final de Roland Garros, la séptima en su cuenta personal, le otorgó el título número 23 en torneos de Grand Slam, una cifra que lo hará trascender para siempre. Con ese número dejó atrás los 22 trofeos que levantó el español Rafael Nadal y se convirtió en el hombre récord de todos los tiempos.
Lo hizo, para dimensionar, quince años después de haber ganado el primero en el Abierto de Australia de 2008, con apenas 20 años. Y doce luego de haber iniciado una era de la que se apropiaría por completo: en 2011, también en Melbourne, estableció el origen de la supremacía por encima de los dos mosntruos con los que compartió el circuito: Roger Federer y el propio Nadal.
A partir de aquel torneo en Australia 2011 se jugó un total de 49 torneos de Grand Slam, de los cuales Djokovic conquistó nada menos que 22. En el medio se perdió algunos por no haber estado vacunado luego de la pandemia y hasta por haberle pegado un pelotazo a una jueza de línea. Hasta aquella edición del primer gran torneo de la temporada el serbio había ganado apenas un título del mayor calibre; Federer ya tenía 16 y Nadal, 9. Doce temporadas más tarde el suizo se retiró en 20 y el español, con 22, anunció que se despedirá el próximo año.
“Alguna vez soñé con ganar Wimbledon y con ser campeón de Grand Slam, pero he sido un bendecido. Tuve el poder en mis manos: pude elegir mi propio destino. Vivan el presente, olviden el pasado, pero si quieren un mejor futuro deben crearlo”, reflexionó el serbio de 36 años, con la Copa de los Mosqueteros en sus manos.
También, mientras saboreaba la victoria en la premiación, en presencia de Yannick Noah, el último campeón francés de Roland Garros (1983), el serbio recibía las felicitaciones virtuales del propio Nadal: “Muchas felicidades por este increíble logro. El 23 es un número en el que hace tan sólo unos años era imposible pensar, ¡y lo lograste!”.
Federer es Michael Jordan. Como lo hizo el legendario escolta de los Bulls con la NBA, el suizo emergió como el hombre que, desde su irrupción 20 años atrás, reconfiguró el tenis para impulsar su imagen como deporte-espectáculo. Por él llegaron nuevos fanáticos de cada rincón del mundo. Nadal apareció y se transformó en su némesis. Lo destronó.
En la cancha, sin embargo, no habrá nadie más grande que Djokovic: récord masculino de Grand Slams (23), marca absoluta en títulos de Masters 1000 (38), mayor número de semanas como número uno del mundo -comienza la 388ª-, ventaja en el historial mano a mano contra el tándem Federer-Nadal. Y sigue vigente. Otro dato no menor es que, fuera de su rama, alcanzó los 23 trofeos grandes de la estadounidense Serena Williams y quedó apenas a uno de la marca absoluta en manos de la australiana Margaret Court.
El campeón más longevo de Roland Garros (36 años y 20 días; 18 días más que los que tenía Nadal cuando ganó en 2022- soñó con ser el tenista más relevante en medio de las bombas. Sí: Djokovic sufrió de chico el peor de los males. La Guerra de los Balcanes lo tocó de cerca durante sus inicios en Kopaonik, una de las principales cadenas montañosas de Serbia, que contiene una pequeña zona al norte de Kosovo.
En ese lugar sus padres Srdjan y Dijana le inculcaron la pasión por el esquí desde muy temprana edad, lo que explica la flexibilidad que hoy exhibe Djokovic en los tobillos, las rodillas y las articulaciones. Allí, a más de 1700 metros sobre el nivel del mar, también empuñó una raqueta por primera vez, a los 7 años, para nunca más soltarla. La gran velocidad de la pelota en la altura generó que fuera un jugador mucho más rápido. Ese lugar, donde Nole comenzó a forjar su leyenda, fue bombardeado en 1999 durante los ataques de la OTAN a Yugoslavia. El joven Djokovic tenía apenas 12 años y ya imaginaba lo que viviría mucho tiempo después.
No existe adversidad, en definitiva, que pueda ponerle un freno. Imbatible en la cancha, ganó 23 de las 34 finales de Grand Slam que llegó a jugar. Y colocó todo el peso de su propio recorrido en medio de la cancha de la Philippe Chatrier, acaso en el único momento de apremio que le tocó enfrentar durante el choque con Ruud.
En plena tensión inicial, llegó a estar 1-4 abajo en el primer set pero se mantuvo y, dos games después, le tiró la presión a su rival: el noruego, 4-3 con su saque y break point en contra, falló un smash pegado a la red y entregó su turno de servicio. La superioridad, a partir de entonces, fue muy clara: el quiebre emocional surgió en aquel instante.
“No quiero decir que soy el mejor; es una falta de respeto a los campeones de las generaciones anteriores que allanaron el camino. Dejo la discusión sobre el mejor de todos los tiempos para los demás. Sé que la mayoría de los muchachos siente mucha presión conmigo al mejor de cinco sets; quiero tener esa ventaja mental. Este trofeo es un gran alivio”, sostuvo Djokovic. La ventaja mental es elocuente. Ya lo había dicho el ex número uno del mundo Andy Roddick, quien lo volvió a recordar esta semana en Roland Garros: “Djokovic primero te come las piernas, después te roba el alma”.